A: Chloe
Asunto: Se
Recuerdo aquel día,
Chloe, como si fuese ayer. Tendríamos, tal vez, unos doce años. Yo
llevaba el pelo siempre muy sucio y parecía que lo tenía casi
negro, mi piel era oscura y los ojos los tenía castaños y
brillantes como mi madre. Nosotras vivíamos en un pueblecito a las
afueras de Buenos Aires, con tres de mis hermanitos y de mi padre ya
hacía tiempo que no hablábamos, ni con la familia.
Me levanté una mañana
de la cama (que era en realidad una manta bien sucia) y fui a por
agua al pantano, para poder lavar a mis hermanos. Cogí varias
garrafas de plástico vacías y me dirigí hacia allí.
Para llegar al pantano
tenía que recorrer cada mañana unos dos kilómetros y después
regresar a nuestra casa subiendo la empinada y extensa colina. Pero
esa mañana mientras bebía, tras haber llenado las garrafas de agua,
caí en la cuenta de que había algo extraño reflejado en el agua.
Volví a mirar fijamente la superficie del agua y fue entonces cuando
la vi. Había una niña, que aparentaba mi edad, subida a la rama más
alta de un árbol. Fue entonces cuando me giré y le pregunté qué
hacía allí arriba. Volví a preguntarle pero no me contestó. Me
miraba con la misma cara de desesperación que mi hermano cuando yo
traía un trozo de pan a casa.
Entonces bajó del árbol
y señaló con el dedo algo brillante en el fondo del pantano. Al
principio no sabía qué señalaba exactamente, hasta que me di
cuenta que había encontrado algo muy valioso. Nos metimos
rápidamente en el agua y sin remover demasiado la tierra del fondo,
la niña extrajo un diamante en bruto. Era una roca no muy grande
pero sabíamos lo valiosa que era. En ese momento recuerdo que ambas
empezamos a mirarnos con desprecio. Yo necesitaba esa roca para poder
sacar de la pobreza a mi familia y ella a la suya, lo intuía por la
ropa que llevaba. Todo su vestido estaba cubierto de barro y no
llevaba zapatos al igual que yo. Tenía el pelo rubio enmarañado y
sus ojos eran intensamente oscuros.
Tras quedar embobada
mirando esos ojos, descubrí que no hablaba mi idioma pues no paraba
de hablar de una forma extraña que no entendía. Así que opté por
explicarle qué podíamos hacer con la roca mediante dibujos y muchas
flechas. Al final decidimos esconderla en un agujero entre las raíces
del grandioso árbol del pantano y prometimos que jamás ninguna lo
desenterraría sin el consentimiento de la otra.
Fue entonces cuando me
dijo que se llamaba Chloe.
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